Cuento Corto – El dia que no…

El día que no se callaban
Autor: Israel Rodríguez

 

Después de esta última guerra, creo haber oído que en lugar de llamarla la cuarta guerra mundial solamente fue nombrada como la guerra de las guerras; bueno, el nombre no es realmente importante, sino la devastación que dejó a su paso; bien, decía, después de esta ultima guerra que destruyo grandes ciudades, y ahora lo que antes eran países completos han quedado reducidos a pequeñas villas, separadas e incomunicadas unas de otras -o al menos eso creemos- porque no tenemos conocimiento a ciencia cierta que realmente alguna exista, para ser sinceros, se han mandado personas en exploración a los cuatro puntos cardinales en numerosas ocasiones, pero de todos ellos solo uno ha regresado, y tras haberse dado cuenta de lo que hizo, se aplastó la cabeza entre dos piedras, dejándonos a todos con muchas preguntas y pocas respuestas.

Ha pasado mucho tiempo desde que alguien había hablado de tiempos, tanto que nadie sabe que año vivimos, ni mucho menos que día es hoy, sabemos que tiene que ser uno de los siete de la semana, y alguno de los 365 del año, pero eso dejo de importarle a la gente, ahora tenemos muchas cosas mas importantes de que preocuparnos.

Cuando yo nací, mis padres me llamaron Abe, pero como no me gusto ese nombre a todos les dije que mi nombre es Adam, y desde entonces todos me llaman así, no es que sea algo malo, y probablemente alguien mas lo haga, pero a nadie le interesa, igual podrían gritarle a cualquiera «¡tu!» en la calle y de igual forma voltearía y contestaría, nadie se atrevería a no hacerlo. Yo, Adam, soy el afortunado en cuidar al árbol.

Por cierto, será mejor ir a atender mis deberes, ese árbol no se va a regar solo, desafortunadamente no hay forma de conseguir agua cerca del árbol, así que debo cargar un par de cubos de agua, junto con mi cinturón de herramientas antes de ponerme en camino; justo al salir del granero y de camino al pozo veo la silueta de Roy, siempre, todos los días lo veo a un lado de la parcela, con su brazo derecho alzado, como saludando, o tal vez espantando las aves que no se coman las semillas, pero como hoy hace un día despejado y no hay pájaros a la vista creo que me saluda, levanto mi brazo para saludarlo y sigo mi camino al pozo.

Roy es un héroe en este lugar, gracias a el siempre hay comida en este lugar, y fue el quien plantó el gran árbol que yo cuido con tanto esmero, es un árbol muy especial, no lo plantó hace mas de diez lunas y a crecido dos veces mas alto que el granero, yo no alcanzo a ver la copa. Pero si recojo todos los frutos que están en la parte de abajo o aquellos que se caen, a pesar de ser un árbol muy útil y versátil, no es lo mas inteligente dejar crecer dos de ellos.

Llego bajo la sombra del árbol y comienzo a recoger los frutos que están en el suelo: limones, manzanas, peras, tomates, toronjas, patatas, ejotes y un par de sandias. Desafortunadamente estas ultimas al caer al suelo se despedazan y tengo que limpiar hasta el mas mínimo rastro de ellas, no me gustaría arriesgarme a que creciera algo y el árbol se enojara conmigo; me parece muy raro que ese día no encuentre coliflores en el suelo, pero así es mejor, son de las cosas mas difíciles de retirar y limpiar por completo, mas aun cuando se despedazan y esos brotes pequeños se riegan con el viento.

Monto una pequeña escalera para recoger los frutos que están maduros y aun en el árbol, simplemente para no tener que recogerlos del suelo mañana, suficiente tengo con los de las ramas mas altas que a veces se pudren y caen como una masa olorosa y desagradable, entonces si puedo recoger algunos frescos para comerlos, por qué no hacerlo? Tomo unos plátanos que se ven exquisitos, y varios racimos de uvas, además, me encuentro con una muy agradable sorpresa: una ciruela, roja y brillante, nunca antes había encontrado una ciruela en el árbol, y tenía muchísimo tiempo sin comer una. La tomo y la escondo en mi ropa, no me gustaría compartirla con nadie. Pero siento una presencia detrás de mí así que me bajo de la escalera pretendiendo que todo es normal y que ese pequeño tesoro no existe.

La luz del sol esta en contra mía, así que no veo bien quien puede ser, pero imagino que sería la señorita Margaret, siempre viene a estas horas y me engatusa para que le de una fruta sin que nadie lo sepa, pero es una niña pequeña, hasta donde yo se, nadie le puede negar una fruta a una niña pequeña; sus favoritas son las fresas, pero este día no han habido fresas así que no podré darle nada, inclusive, le grito que hoy no hubieron fresas, pero ella no responde, simplemente se queda inmóvil esperando que le de alguna otra cosa, ¡siempre tiene que venir a mendigar!! Sabe que tengo una ciruela y la quiere para ella. Odio que haga eso, y en mi rabia tomo una patata y se la lanzo, a ver si se atraganta con sus ruegos.

La patata vuela en línea recta y le pega justamente en la cabeza, ¡no puede ser!, solo quería ahuyentarla, ahora le he tirado la cabeza de nuevo, corro y en el camino tiro algo de la cosecha, no puedo creerlo, por el nerviosismo de haber encontrado una ciruela volví a perder el control y volví a romper a la pobre niña. Llego a la cerca donde esta recargada y comienzo a ver los daños: sus medias están un poco amarillentas pero aun se encuentran hasta las rodillas gracias a los alfileres que le clavé, su vestidito a cuadros rojo con blanco se encuentra algo descolorido, pero tal vez sea por todo el tiempo que pasa bajo el sol, los guantes aun los tiene en donde solían estar las manos aunque están algo caídos porque no hay dedos que los rellenen, y la cabeza esta en el suelo, ya no tiene tanta piel como los otros días, y la caída hizo que se rompiera la mandíbula, ahora tendré que buscar la forma de pegarla; mientras tanto embono el cráneo y le dejo la mandíbula colgada en uno de los brazos, me siento tan mal que le dejo la ciruela que provocó todo y me regreso corriendo al árbol, a recoger lo que tiré y regresarme a casa antes de que alguien vea lo que hice.

El viento sopla muy fuerte como lo hizo hace unas seis lunas, sigo corriendo, espero que el árbol no este enojado conmigo, corro a contraviento, y mi velocidad se ve afectada, veo a todos mis vecinos: Al señor y la señora Glenn, en su pórtico despedazándose, el reverendo Morgan cayendo en su costado después que el viento le arranco su única pierna, el doctor Smith y las gemelas Osmond, todos están siendo destrozados por el viento tan cruel que sopla el árbol, llego por fin a casa; no vi más lo que había a mi alrededor, no quería hacerlo, me encerré en mi habitación y me tapé los ojos y oídos.

Recodé tiempo atrás, cuando Roy regresó de la expedición al norte y trajo la semilla del árbol y la plantó en la mitad de la villa, todos eran muy felices porque teníamos comida, muchísima, y toda provenía del mismo lugar; Roy era el encargado de cosechar todo lo que el árbol nos daba, pero una mañana, sin dar alguna explicación, Roy se aplastó la cabeza entre dos piedras, y Margaret fue la primera en verlo, después los demás habitantes fueron a verlo y comenzaron a ponerse histéricos.

Soplaba el viento igual que aquella vez, antes de que fuéramos el pueblo feliz que somos ahora, y solo se escuchaba los gritos de todos y como corrían como locos por todo el pueblo, maldecían al árbol que había plantado Roy, fue entonces que el viento sopló y todos gritaban e incomodaban al árbol, por eso es que él fue callando a todos uno por uno, solo yo los veía desde la ventana como caían uno a uno como moscas, hasta que dejó de haber algún sonido.

Me quedé en casa por unos días, y cuando todo parecía seguro salí y acomode a todos en su sitio dentro del pueblo, excepto a Roy, que como nadie lo quería lo deje cuidando la parcela y le amarré un balón donde debiera estar su cabeza, porque no había forma de recuperarla. No debí gritarle a Margaret, eso le molestó al árbol, ahora me pasará a mí lo mismo que les pasó a mis vecinos el día que no se callaban.